12 dic 2009

Para mí, hasta hace unos días, el concepto de soledad tenía una connotación positiva, donde se puede estar con uno mismo disfrutablemente. Esto implica que estar sólo te lleva a una introspección, te guía por un periplo canónico y te reconcilia contigo.
Conocí recientemente a la otra soledad, la que no te deja pensar, la que te obnibula y deja fuera de toda especulación a las meditaciones. Es una soledad amarga, que te embriaga sin que lo sepas, traidora. Es tramposa y no nos permite ver que muy en el fondo, estamos solos y entonces, las esperanzas se callan.
En algún momento, tras un periodo de soledad -de la buena-, descubrí las intenciones del silencio, de las cuáles estoy feliz de saberlas: es eso que nos escucha, que no es ni materia, ni razón, ni temperatura. Lo dejé de sentir, de escuchar. Empecé a hablar y cuando me di cuenta, estaba mudo porque jamás había escuchado.
Y así sigue, por momentos más voraz, me inquieta; siendo mi único deseo volver a ver la luna.
Sería mucho pedir mas me gustaría penetrar con la mirada a los otros ojos con los que me veo.
Al tiempo.

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